PLUT?N ? kooktae [DISPONIBLE EN AMAZON]

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—Últimamente, hemos estado obsesionados con las latas de soda, también energizantes, pero, desde que se propuso dejarlo hace una semana, ha estado bebiendo pura agua embotellada. Incluso pensó en comprarse un dispensador.

—Espera que te doy una Cola y una botella de agua.

—¡No, no! —La detuve en su andar, sonriente—. No es necesario. Estoy seguro que si llevo una para mí, no dejará de mirarla y, si pudiera, la atravesaría con los ojos, así que deme cuatro Colas.

Jungkook nunca ha sido bueno resistiéndose a sus placeres. Yo solía llamarlo: el glotón de la esquina. Minho tenía infinidad de amigos; cientos asistían a su mansión cuando hacía una fiesta, pero él era el que yo miraba de vez en cuando, el que no podía evitar observar desde mi alta posición cómo, al igual que un desinteresado conejo bien vestido, cerca de la mesa de bocados, picaba cada plato de comida, de servilletas en las mangas y bolsas para llevar. Al principio, lo dejé pasar por más que destacara la forma en que evitaba juntarse con el resto de la gente o la bonita manera en que su rostro se moldeaba cuando tenía la boca llena. Sin embargo, no muy orgulloso de eso, después, fue sencillo convencer a Minho para que se esmerara más en el buffet, para que llamara al más famoso servicio de catering en las veladas.

«Disfruta lo que quieras, glotón, que yo todo te lo daré», llegué a pensar cuando, en realidad, no tenía nada.

—¿No te olvidas de algo? —Me dice la señora Oh guardando el último producto en una bolsa.

—Creo que no, aunque probablemente sí —digo con total honestidad—. De todos modos, si me falta, estoy a dos apartamentos de su tienda y vengo corriendo.

—Te daría algunos secretos de cocina con lo tanto que lo he hecho, pero, niño astuto, has aprendido muy bien de tu madre. Tienes buena sazón.

De hecho, fue papá. A pesar de ser el CEO de una gran empresa heredada del abuelo o que llevara impecables trajes cada día de la semana, todo un caballero con el cabello tirado hacia atrás y un reloj caro en la muñeca, siempre tuvo tiempo para estar en la cocina conmigo, desde que tenía que ser cargado en brazos hasta nuestro primer pastel de dos pisos.

Y nunca fui capaz de decirle que lo sabía todo, que su sueño escondido y pueril de ser chef en vez de empresario era compartido por su hijo que quiso siempre animarlo y, cuando, por fin tomó el valor para hacerlo, para decirle que lo apoyaría sin importar el camino que eligiera, era demasiado tarde.

Cuando murió, recuerdo jamás haber levantado la cabeza del suelo, rodillas contra la madera y mi cuerpo, en aquel entonces hecho un escupitajo del cielo, frente a su imagen al costado del ataúd.

Uno siempre se confía, señores. Uno se confía en que los va a tener ahí, que los padres son lo más parecido a la palabra "eterno" en esta vida, que son una constante en una línea de tiempo tan cambiante de "quiero hacerme una permanente", de "quiero estudiar derecho", de "quiero tener un enamorado", de "me mudo de la casa", de "estoy ocupado" y olvidan los "te extraño", los "papá, te quiero mucho", los "iré a visitarte muy pronto". En la búsqueda de un sentido, olvidé por completo no dejarlo atrás, que mientras mi vida iba comenzando, la suya acababa lentamente y yo no estaba allí para acompañarlo. Mis decisiones, el remordimiento, la culpa: todas pesaron como una roca en mi espalda aquel día de luto donde mi madre no soltó ni una sola lágrima.

No es que me sorprendiera esa frialdad. Nunca había sido del tipo amorosa, ni con su esposo, ni con su hijo. Siempre creí que, así como existían en las telenovelas estereotipos de madres ejemplares, ella era, más bien, el modelo de madre real, el que una ciudad como esa llena de malestares y gelidez hace, a pesar de nuestro estatus social. Al menos fue de ese modo hasta que Jungkook, tal vez tres o cuatro meses después de llegar a Seúl, pies descalzos y sonrisa en la cara, toalla a medio enrollar en la cabeza, corrió hacia mí para pasarme el celular esa noche.