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Mina nunca había sido la persona más sociable, pero hubo un tiempo en el que la vida fuera de su departamento no le parecía aterradora.

Sí, prefería la tranquilidad de su habitación, de sus libros, de su computadora y del mundo digital donde nadie la juzgaba, pero podía salir sin problemas cuando era necesario. Podía caminar por la calle sin sentir que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Podía respirar.

Pero todo cambió hace un año.

Todo cambió esa noche.

Su familia nunca fue perfecta.

Desde que tenía memoria, sus padres discutían. A veces por cosas pequeñas, otras veces por cosas que hacían temblar la casa entera. Nunca se hicieron daño físicamente, pero las palabras eran suficientes para dejar cicatrices.

Su padre trabajaba demasiado, su madre se sentía sola, y Mina estaba en medio de todo, intentando no llamar la atención.

Cuando cumplió dieciocho años y tuvo la oportunidad de independizarse, la tomó sin dudar. Su padre le transfirió un poco de dinero cada mes, pero apenas se comunicaban. Su madre, por otro lado, ni siquiera intentaba contactarla.

No le importó.

Al menos, eso pensó.

Al menos, hasta que aquella noche su madre la llamó.

Era tarde, casi la medianoche, y Mina estaba a punto de irse a dormir cuando su teléfono vibró.

El nombre de su madre apareció en la pantalla.

No hablaban desde hacía meses.

Algo dentro de ella le dijo que no contestara.

Pero lo hizo.

—¿Mamá?

Lo primero que escuchó fueron sollozos.

El estómago de Mina se revolvió.

—Mina… —La voz de su madre sonaba rota, temblorosa—. No sé qué hacer…

Mina se enderezó en la cama.

—¿Qué pasó?

Hubo un silencio. Luego, su madre soltó una risa ahogada.

—Voy a morir sola, ¿verdad?

El corazón de Mina se detuvo por un segundo.

—¿Qué estás diciendo?

—Él me dejó. Después de todo, me dejó…

Él.

Su padre.

Mina sintió que la habitación daba vueltas.

—¿Dónde estás?

—No importa… No quiero seguir aquí, Mina. Estoy cansada… Estoy tan cansada…