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Parte ¨²nica.

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El sol de septiembre quemaba con una intensidad que Jimin no había imaginado. No era el calor sofocante de los veranos urbanos, ese que se podía burlar con una sombra, un ventilador, o una botella de agua helada comprada en una esquina. Este era un calor denso. El aire, lejos de ser refrescante, parecía una sopa espesa de tierra caliente y brisa apenas tibia.

Sus manos, acostumbradas a teclados de computadora, pantallas luminosas y tazas de café instantáneo, se aferraban con torpeza a las tijeras de podar. El metal se le deslizaba entre los dedos sudados, y ya había estado a punto de dejar caer la herramienta dos veces en apenas quince minutos. Caminaba con cuidado entre las hileras de naranjos, con la expresión de quien pisa territorio enemigo. Las ramas le rozaban los brazos con desdén.

El aire olía a tierra húmeda, a hojas cortadas y cáscaras agrias pisoteadas. Era un perfume salvaje, crudo, que le golpeaba la memoria con imágenes de una infancia que apenas recordaba. El huerto pequeño detrás de la casa de su abuela, el zumbido de las abejas, el jugo dulce escurriendo por los codos. Todo eso se sentía lejano ahora. Su vida estaba hecha de horarios universitarios, transporte público, y noches en vela frente a documentos en Word.

Había aceptado aquel trabajo temporal en la cosecha de Namyangju por una razón simple: el dinero. Nada más. No había romanticismo ni deseo de “conectar con la tierra”. Su madre necesitaba una cirugía, una operación urgente que los seguros no cubrían del todo, y sus turnos de clase no se mezclaban con los requisitos de un trabajo estable. Esto —el campo, el sudor, el cansancio prematuro— era lo único que podía hacer sin abandonar sus estudios. Allí, entre frutas maduras y jornaleros anónimos que apenas intercambiaban palabras, esperaba juntar lo suficiente en tres meses de vacaciones para evitar que las deudas los ahogaran a ambos.

Los primeros días fueron un caos total.

Sus zapatos deportivos —los únicos que tenía— se hundían en el lodo. Los insectos lo asediaban con entusiasmo, mosquitos, abejas curiosas, y pequeñas criaturas que no sabía nombrar, pero que parecían tener una especial predilección por su cuello sudoroso.

Cada vez que alzaba los brazos para cortar una naranja, las ramas lo arañaban sin piedad. A los veinte minutos, ya tenía tres cortes rojos en el antebrazo derecho y la camiseta pegada al cuerpo.

— ¿Así van a ser todos los días? — Murmuró para sí, medio riéndose y medio al borde del colapso.

Fue entonces cuando lo escuchó, una risa clara, ligera como campanillas al viento. Una risa que destacaba entre los gruñidos de esfuerzo, el zumbido de los insectos y el crujir de las hojas pisadas.

— ¡Eh, nuevo! ¡Así no se hace! — La voz venía de su izquierda. No era burlona, pero sí divertida.

Jimin giró rápidamente, tropezando un poco con una raíz, y se encontró con un joven de sonrisa amplia y pelo negro revuelto bajo un sombrero de paja deshilachado. Llevaba los jeans remangados hasta las pantorrillas, los pies cubiertos con botas de trabajo embarradas, y una camiseta blanca manchada de jugo de naranja. Parecía tan cómodo bajo el sol que a Jimin le dieron ganas de preguntarle si era inmune al calor o simplemente no tenía glándulas sudoríparas.

— Si aprietas demasiado el tallo, arruinas la próxima cosecha. — Continuó el muchacho, acercándose con pasos ligeros. Tenía una forma de moverse que hablaba de práctica y confianza.

Jimin parpadeó, un poco deslumbrado. Sus ojos —los del desconocido— eran grandes, brillantes, y parecían contener toda la luz que faltaba en aquel campo sofocante. No era sólo que tuviera una cara bonita, era la forma en que todo en él parecía estar exactamente donde debía estar.

— Jeon Jungkook. — Dijo el joven, alzando una ceja mientras le ofrecía un guante bastante usado pero limpio —. Toma, antes de que las espinas te conviertan en un espantapájaros.

DO YOU WANT TO KNOW A SECRET ¤ß¤«¤ó KOOKMINDonde viven las historias. Desc¨²brelo ahora