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Capítulo 22: La Sombra de la Cruz

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El aire de Roma, que el Jueves Santo había vibrado con la calidez de la institución de la Eucaristía y la humildad del lavatorio de pies, se había tornado ahora glacial. Un silencio sepulcral se cernía sobre el Vaticano, un manto de luto que apagaba los murmullos y los ecos, reemplazándolos con una quietud que invitaba a la introspección más sombría. Era el Viernes Santo, el día en que la Cristiandad conmemoraba la Pasión y Muerte de Jesucristo, un día de ayuno riguroso, de profunda penitencia y de dolor silencioso. La Basílica de San Pedro, despojada de sus manteles y oropeles, se alzaba como un monumento austero a la fe, sus grandes espacios vacíos de color y sonido, sumidos en la penumbra que se filtraba por las ventanas, apenas disipando la oscuridad.

Para el Papa Hoseok, este día era una prueba. A pesar de la profunda satisfacción que había sentido la noche anterior, en la intimidad de su conversación con Yoongi, el peso de la Pasión se cernía sobre él con una intensidad palpable. Su espíritu, que había sido fuente de furia justa y de calidez paternal, ahora se sumergía en el dolor de la Iglesia, en el recuerdo de la traición que no solo había sufrido Cristo, sino que él mismo había experimentado en carne propia. Los rostros de Valerius, Tiberius y Alessandro, sus crímenes, su locura, eran un eco sombrío de la traición de Judas y la negación de Pedro. La purificación de la Curia no había borrado la cicatriz, sino que la había hecho más visible.

En la privacidad de sus aposentos, Hoseok se vestía con una casulla roja de lino, el color de la sangre del martirio, su sencillez era aún más pronunciada que la del Jueves Santo. Su mitra, lisa y sin adornos, y la cruz pectoral de madera, eran los únicos distintivos. Su rostro, pálido y solemne, reflejaba la contrición profunda de un pastor que sentía el sufrimiento de su rebaño y de su Señor.

A diferencia del Jueves Santo, hoy no sería Hoseok quien presidiría la Gran Celebración de la Pasión del Señor. Siguiendo la antigua tradición, el Cardenal Camarlengo Yoongi sería el celebrante principal, un honor y una responsabilidad que Yoongi asumiría con su habitual precisión. Hoseok sería concelebrante, una posición que le permitiría sumergirse en la oración y la meditación, un bálsamo para su alma.

Antes de que las campanas anunciaran el inicio de la liturgia, en la quietud de la Basílica apenas iluminada por las velas, Hoseok y Yoongi realizaron un acto privado de profunda devoción. Se dirigieron juntos al Altar de Reposo, donde el Santísimo Sacramento había sido trasladado la noche anterior. La capilla, adornada solo con unas pocas flores y velas, era un santuario de paz en medio de la penumbra del templo.

Allí, en el silencio sagrado, se arrodillaron. Hoseok, su figura delgada, se postró con la cabeza gacha, sumido en una oración que trascendía las palabras. Yoongi, a su lado, también se arrodilló, su postura era erguida pero su rostro serio reflejaba una devoción inquebrantable. Para Yoongi, la presencia real de Cristo en la Eucaristía era una verdad que lo anclaba en la fe, un recordatorio de que, incluso en la oscuridad más profunda, la luz divina prevalecía. El tiempo pareció detenerse mientras ambos hombres, el Papa y su Camarlengo, el soñador y el pragmático, ofrecían sus corazones en oración, unidos por el misterio de la fe y el peso de su misión. Era un momento de comunión íntima, una recarga espiritual antes de enfrentar la solemnidad del día.

Cuando regresaron a la sacristía, la atmósfera era de una anticipación tensa. Los diáconos, sacerdotes y cardenales se movían en silencio, sus vestiduras rojas y moradas eran un mar de sobriedad.

Jungkook, en su casulla roja de Cardenal Presbítero, se movía con una solemnidad inquebrantable. Sus ojos, jóvenes pero graves, estaban fijos en Yoongi, absorbiendo cada detalle de su postura, de su concentración. Había aprendido que, bajo la supervisión de Yoongi, no había margen para el error, y hoy, en un día tan sagrado, el deber era aún más apremiante. A su lado, el Diácono Jimin, vestido con una dalmática roja, se movía con una precisión casi automática, su rostro de pura devoción, pero con un ligero temblor de anticipación. Él, más que nadie, estaba atento a la forma en que Yoongi presidía, a su apego al protocolo, a esa cualidad que él, con su inocente sinceridad, había calificado de "cuadriculada".

El Silencio del CamarlengoWhere stories live. Discover now