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Sortilegios Weasley

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 Charlie dio vueltas cada vez más rápido con los codos pegados al cuerpo. Borrosas chimeneas pasaban ante ella a la velocidad del rayo, hasta que se sintió mareada y cerró los ojos. Cuando por fin le pareció que su velocidad aminoraba, estiró los brazos, a tiempo para evitar darse de bruces contra el suelo de la cocina de los Weasley al salir de la chimenea. 

—¿Quieres un caramelo? —preguntó Fred mientras le tendía a Charlie la mano para ayudarla a levantarse. 

Charlie conocía lo suficiente a los gemelos Weasley para reconocer la sonrisa de Fred: algo tramaba, y no era nada bueno.

—No, gracias —respondió Charlie poniéndose en pie—. ¿Ibas a tratar de envenenarme o algo así? 

—¡Por supuesto que no! —dijo Fred, aunque parecía muy contento, demasiado—. Caramelo longuilinguo. —le enseñó un gran caramelo con envoltorio de vivos colores—. Los hemos inventado George y yo, y nos hemos pasado el verano buscando a alguien en quien probarlos... 

—¿Intentabas probarlo conmigo? —preguntó Charlie, indignada—. Eso es muy feo de tu parte, Fred Weasley.

Todos prorrumpieron en carcajadas en la pequeña cocina; Charlie miró a su alrededor, y vio que su hermano, Harry, estaba sentado a una mesa de madera desgastada de tanto restregarla, con Ron y George y otros dos pelirrojos a los que Charlie no veía hacia mucho tiempo: Bill y Charles, los dos hermanos mayores Weasley. 

—¿Qué tal te va, Charlie? —preguntó Charles, el más cercano a ella, dirigiéndole una amplia sonrisa.

—Muy bien, Charlie —respondió Charlie—. ¿Y a ti, Charlie?

Los dos se rieron con ganas. Tenían ese pequeño chiste interno de usar el mismo apodo entre ellos ya que los dos tenían prácticamente el mismo nombre y confundían a la gente.

Charles abrió los brazos y Charlie corrió a estrecharlo en un abrazo. Su constitución era igual a la de los gemelos, y diferente de la de Percy Weasley y Ron, que eran más altos y delgados. Tenía una cara ancha de expresión bonachona, con la piel curtida por el clima de Rumania y tan llena de pecas que parecía bronceada; los brazos eran musculosos, y en uno de ellos se veía una quemadura grande y brillante. 

Cuando rompieron el abrazo, Bill se levantó sonriendo y también abrazó a Charlie. Bill nunca había sido lo que uno podía llegar a imaginarse cuando su familia hablaba de él. Trabajaba para Gringotts, el banco del mundo mágico, y había sido Premio Anual de Hogwarts, lo que podía significar que era como una versión crecida de su hermano Percy: quisquilloso en cuanto al incumplimiento de las normas e inclinado a mandar a todo el mundo. Sin embargo, Bill era (no había otra palabra para definirlo) guay: era alto, tenía el pelo largo y recogido en una coleta, llevaba un colmillo de pendiente e iba vestido de manera apropiada para un concierto de rock, salvo por las botas (que, según reconoció Charlie, no eran de cuero sino de piel de dragón).

Antes de que ninguno de ellos pudiera añadir nada, se oyó un pequeño estallido y el señor Weasley apareció de pronto al lado de George. Lo primero que vio, fue el caramelo que Fred aún tenía en su mano.

—¡Ni siquiera lo intentes, Fred! ¿A quién intentabas darle eso? 

—A nadie —respondió Fred, con otra sonrisa maligna—. Sólo lo ofrecí... Pero nadie lo aceptó.

—¡No tiene gracia! —gritó el señor Weasley—. Ya veréis cuando se lo diga a vuestra madre. 

—¿Cuando me digas qué? —preguntó una voz tras ellos. 

La señora Weasley acababa de entrar en la cocina. Era bajita, rechoncha y tenía una cara generalmente muy amable, aunque en aquellos momentos la sospecha le hacía entornar los ojos. 

La Protectora del Olimpo IVDonde viven las historias. Descúbrelo ahora