Los chicos insistieron más de lo que uno consideraría razonable. Estaban carcomidos por la curiosidad. Pero no consiguieron nada. Al menos no por mi parte.
—¡Oh, vamos! No se hagan los misteriosos —se quejó Dean, mirando primero a Bobby y luego a mí—. ¡Tú sabes algo! ¡Claro que lo sabes! —dijo señalando a Meridia con el dedo, acusador.
—¿Quieres que te lo diga? ¿Después de no darme mis días de descanso? —respondió ella, entre ofendida y burlona.
—¡Pero si te los di! —se defendió Dean con los brazos alzados.
—Claro... pero tuve que rogarte —dijo ella, rodando los ojos—. ¿Sabes qué? Es agotador escucharte. La verdad es que... Bobby me dio su bendición para casarme con Sam.
Sam, que acababa de beber agua, casi se ahoga con su propia saliva. Dean, por su parte, se quedó boquiabierto. Le sorprendió la noticia... aunque claramente no le creyó nada.
—¿Sam sabe que se van a casar? —pregunté con una sonrisa ladeada, divertida por el caos repentino.
—Ahora ya lo sabe —respondió Meridia, encogiéndose de hombros con una sonrisa satisfecha.
—¡Vamos, Elliz! Dime, puede ser crucial para el caso... —insistió Dean, volviendo a mí con una mirada suplicante.
—No, no lo es —intervino Bobby, cruzándose de brazos—. Deja a la pobre muchacha en paz.
—¡Entonces dame tú la información! —refunfuñó Dean, como un niño frustrado al que le negaron un dulce.
—No. Por favor, dame la información del caso... para eso viniste, ¿no? —dijo Bobby, mirándome con seriedad y luego volviendo la vista hacia Dean.
—Bien, bien... después seguiré insistiendo —cedió Dean con un suspiro, aunque su tono dejaba claro que no pensaba rendirse del todo. Había algo en su mirada, como si ya estuviera planeando otra forma de sonsacarme la verdad.
Pero si supiera...
Después de que les explicamos lo que sospechábamos —o mejor dicho, lo que ellos sospechaban— el ambiente se volvió más denso.
Porque para Meridia y para mí, todo era evidente.
Sirenas.
El rastro estaba allí, claro como el canto del mar. Pero el problema no era saber qué eran... sino quién era. Porque había algo que no podíamos ignorar: una norma sagrada.
No se mata a los humanos.
Por más tentador que pudiera sonar para algunas, por más profunda que fuera la herida, estaba prohibido.
Y sin embargo... alguien la había roto.
La semana fue, en resumen, puro estrés.
Al parecer, para Dean, no saber "qué maldios pasa" es sinónimo directo de caos absoluto.
Y puede que tenga razón... pero pobre de mí. Porque, a diferencia de ellos, yo tengo una reacción bastante específica ante el estrés: algo que los humanos llaman llorar.
Y yo no sabía que mis ojos podían almacenar tanta, pero tanta agua.
—Por favor, Elliz, ve por la comida. Yo tengo que quedarme —dijo Dean, con esa voz de comandante insistente que no acepta réplicas.
Obedecí. Fui. Pedí. Pero al volver, justo cuando estaba por entregarle su orden... me di cuenta de que había cometido un error fatal: olvidé pedir su hamburguesa con doble carne y queso. Le traje una normal. Casi dietética, diría yo.
—¡Elliz! ¡Te dije que con doble! —exclamó Dean, medio alterado, como si el universo dependiera de esa hamburguesa.
Y como si el cielo se nublara en mi interior, mis ojos se activaron.
Una verdadera obra de arte líquida salió de ellos, sin permiso.
—Perdón... es que no me acordaba... —dije entre sollozos, como si acabara de arruinar el destino del mundo.
Mientras preparaba un pay de manzana —la receta que Bobby me había enseñado con infinita paciencia— pensé que podría ser perfecto para la merienda. Después de todo, el trabajo de los chicos estaba siendo agotador. Según Sam, lo único que los mantenía funcionando era una combinación exacta de azúcar y cafeína.
Así que, con toda la buena voluntad del mundo, subí amablemente con la bandeja en manos: el pay, unas tazas de café y una sonrisa cansada pero orgullosa.
Todo iba bien... hasta que al entrar en la habitación, coloqué la taza de Dean sobre unos papeles.
Papeles que, aparentemente, eran sus apuntes.
—¡Elliz! ¡Ten cuidado! —exclamó Dean, alarmado como si hubiera pisado una trampa de demonios.
—¡Perdón! —respondí en automático.
Y, como si ya fuera parte de mi naturaleza, los ojos se me nublaron otra vez.
Ahí estaban. Las lágrimas. Fieles, impuntuales, tercas.
Ya ni me sorprendía que aparecieran en los momentos más dramáticamente insignificantes. Según Sam, Dean era así porque quería terminar con todo cuanto antes, como si el cansancio y la frustración le dieran permiso para ir por la vida como un huracán.
Meridia, en cambio, decía que se comportaba así porque me protegía, aunque con un estilo... peculiar.
Pero la verdad —y eso era algo que solo empezaba a entender—, es que quizás yo reaccionaba así porque aún no sabía exactamente cómo ayudar.
Quería ser útil. Realmente quería. Pero entre su ritmo, sus códigos y mis lágrimas sorpresivas... era difícil.
Por suerte, Bobby siempre estaba allí.
En esas situaciones, no fallaba: lo regañaba como si fuera un adolescente problemático, recordándole (con ese tono mezcla de paciencia y autoridad) que tenía que bajarle un par de rayitas a su intensidad.
Y, sorprendentemente, Dean siempre obedecía. Refunfuñando, claro. Pero obedecía.
Antes de otro protesto de llanto, justo cuando pensaba que la atmósfera se volvería incómoda otra vez, Bobby entró en la habitación con ese paso firme que tenía, como si el suelo se acomodara bajo sus botas.
—Dean —dijo con ese tono suyo que no necesitaba gritar para imponer respeto—. ¿Qué te dije sobre hablarle así a la niña?
Dean bajó la mirada por un segundo, atrapado como un niño al que acababan de descubrir robando galletas.
—Solo le dije que tuviera cuidado...
—Y le hablaste como si hubiera invocado a un demonio en tu taza de café —replicó Bobby, cruzándose de brazos.
Dean bufó.
—No es para tanto, solo fue un poco de café..—dijo Bobby.
—Tus notas están llenas de dibujos de símbolos que ni tú entiendes —dijo Sam desde la cama, sin levantar la vista del archivo que leía. Meridia soltó una risita.
Yo, por mi parte, me quedé de pie, con el platón del pay aún en las manos, como una estatua de azúcar a punto de derretirse. Entonces Bobby se giró hacia mí y su voz cambió por completo.
—Elliz, ven, siéntate un momento. El pay huele increíble. Y gracias por traer café, aunque a algunos les falte tacto para decir gracias.
Me acerqué, un poco temblorosa, pero sonriendo con timidez. Sentí su mano sobre mi hombro, cálida, segura. Un ancla en medio del caos. Dean murmuró algo ininteligible, pero no volvió a protestar. Y así, por unos minutos, entre el olor dulce del pay recién horneado y las tazas humeantes, el cuartel improvisado volvió a sentirse como un hogar.
Gracias a Poseidón, la semana estresante finalmente terminó. Dean empezaba a calmarse... incluso a disculparse, lo cual ya era digno de celebrar con fuegos artificiales.
La calma era relativa, claro. Porque ahora planeaban hacer un trato con un demonio —con un nombre tan raro que parecía inventado por alguien ebrio y aburrido— y, como era de esperarse, la idea estaba en debate. Muy en debate.
Dean, por supuesto, estaba más que dispuesto. Sam dudaba. Meridia decía que si el demonio tenía cuernos o aliento de azufre, mejor no. Y Bobby... bueno, Bobby estaba totalmente en contra.
Si le dieran un pizarrón y unas tizas, no dudo que habría hecho una lista completa de pros y contras en una pizarra, con mapas, notas y posiblemente una amenaza con escopeta incluida.
—No es que sea terco —dijo esa noche mientras cruzaba los brazos frente al grupo—. Es que si ustedes piensan que se puede negociar con un demonio sin pagar un precio, entonces necesito buscar mis botas para patearles el sentido común.
Dean levantó una ceja.
—¿Eso fue una metáfora, o realmente vas a patearnos?
—Depende de qué tan estúpidos sean —respondió Bobby, y luego tomó un sorbo de café.
Yo observaba todo desde la esquina, con un trozo de pay aún en la mano, sintiéndome por fin parte de algo... aunque ese algo incluyera tratos infernales, discusiones y azúcar en exceso.
Pasó otra semana, y el caso seguía sin resolverse.
Las pistas estaban ahí, pero todo parecía estancado, como si algo —o alguien— detuviera el avance justo antes de dar con la verdad.
Y como si no fuera suficiente con el estrés, las discusiones y los tratos dudosos con demonios... ocurrió lo que, desde mi perspectiva (y la de Meridia), solo podía llamarse una desgracia.
Una chica apareció.
De la nada.
Y mira que yo suelo llevarme bien con cualquiera. De verdad, me haría amiga hasta de un demonio si me ofreciera café y conversación. Pero ella... ella tenía algo. Ese tipo de energía que te irrita aunque no diga una sola palabra equivocada.
Su llegada fue tan inesperada como sospechosa: al parecer, había trabajado con los Winchester en un caso anterior, y según Dean, "tenía buena intuición para detectar entidades antiguas".
Ajá. Buena intuición. Claro.
Su presencia era elegante, casi etérea. Su piel tenía un brillo sutil, como reflejo de luna. Y sus ojos... eran inquietantes. Un verde esmeralda que parecía observar dentro de ti, con un aire de secreto.
A Meridia no le gustó. A mí, menos.
Y para empeorar la situación, empezó a coquetear con Dean apenas tuvo oportunidad.
Meridia me miró con los ojos entrecerrados. Yo solo apreté los labios, deseando tener algo en las manos para lanzar. Se instaló como si fuera parte del equipo, como si nada.
Pero yo lo sentía. Lo sabía.
Ella no era completamente humana.
O tal vez exageraba..