Ambos salimos de la biblioteca en busca del Lojano. Insistí un par de veces al Duque para que se apurara, tenía que hablar con él de urgencia. Corrimos varios segundos hasta llegar al aula donde Burro da sus cátedras.
–Ya no hay nadie... –susurré con resignación.
–No esperaba que lo hubieran –intervino El Duque con un toque de prepotencia–. El Lojano me dijo que se iría hacia esa dirección –repitió lo del dedo–. Creo que habló algo sobre uno de los laboratorios y a juzgar por el lugar puede que haya ido al de química.
–¡Bien! ¡Vamos! –dije y partimos.
Corrimos por varios segundos más, pasando por algunos pasillos y esquivando a un montón de personas, incluyendo profesores. Atravesamos el comedor y no pude evitar volver a pensar en Fiorelha. Clavé mi mirada en la mesa donde estábamos, en el lugar donde le había dicho las palabras más duras y crueles que hayan salido de mis labios. Seguimos nuestro rumbo, pasando cerca de la entrada del instituto. Observé la parada de autobús y me imaginé a Fiorelha sentada en una de las bancas, afligida y lastimada, con lágrimas en sus ojos. Meneé mi cabeza con brusquedad para eliminar esas dolorosas imágenes en mi mente y traté de seguirle el paso al Duque, pero me distraje al ver a unos sujetos muy bien vestidos que podrían captar la atención de cualquiera.
–Duque... –Lo llamé, deteniendo mi paso–. ¿Quiénes son ellos? –indiqué con la mirada. Eran tres hombres mayores que acompañaban a uno un poco más viejo. Lo rodeaban como si fueran una clase de socios o guardaespaldas. Todos llevaban trajes elegantes y muy costosos a mi parecer. El más viejo desprendía canas a monotes, las cuales cubrían la mayoría de su cabellera y su frondosa barba. Dos de sus acompañantes llevaban unos maletines ejecutivos, oscuros al igual que sus trajes, mientras Claus hablaba por su teléfono celular con el semblante serio y relajado. Sí, ese fue el primer nombre que se me vino a la mente al ver al viejo. Su parecido impresionante con el personaje insigne de la navidad me hizo ponerle ese apodo, aunque tenía que admitir que él sería una versión más joven y moderna de Papa Noel.
–¿Otra vez ellos? –protestó El Duque–. ¡Mierda! Las cosas parecen ir enserio... –añadió con preocupación.
–¿Qué? ¿De qué hablas? –pregunté sin entender.
–¿Acaso no lo sabes? –dijo asombrado.
–¿¡Qué!? –solté con irritación y curiosidad.
–Ven... –susurró, dándome señas con su mano para que siguiéramos caminando. Eso hicimos. Nos alejamos de los tipos de negro, a pasos torpes y lentos, aprovechando cada tanto de voltear a echarles una ojeada–. Ahora que lo pienso, ya entiendo porque no estás tan enterado... Todo este problema se agravó los días que no viniste a la universidad –contó con su semblante reflexivo.
"Cuando estaba en coma...", pensé sin ningún tipo de sensación.
–¿Qué problema? –pregunté, disminuyendo aún más el ritmo de mis pasos.
–Verás... Hasta donde sé, existe un fuerte rumor que se está expandiendo acerca de grandes empresarios que tienen planes de negocios con la universidad.
–¿Negocios? –repetí.
–¡Sí! ¡Ellos tienen un montón de dinero, Kikis! ¡No te imaginas...! –exclamó con los brazos abiertos.
–¿Pero qué tipo de negocios? –fruncí el ceño. El Duque mordió su labio con molestia, al mismo tiempo que su rostro se tornaba deprimente.
–Pues, sabes muy bien que nuestra universidad tiene un par de años de haberse inaugurado y las expectativas son muy altas, sobre todo por el costo de inversión –Hablaba con la mirada ligeramente perdida hacia el cielo, parecía absorto en sus pensamientos, como si le incomodara algo–. Esas expectativas no se están cumpliendo... –dijo dolido.
–¿De qué hablas? –intervine.
–Kiami no tiene la cantidad de alumnos que debería, y las deudas comienzan a afectar los planes académicos.
–¿¡Estas bromeando!? –reclamé con la voz seca–. Cada semestre llegan cientos de alumnos nuevos y...
–¡Exacto! –interrumpió–. Cientos de alumnos llegan, pero ¿cuántos se quedan? –preguntó como si fuera lo más obvio del mundo–. La mayoría no son como nosotros, Kikis. A ti y a mí nos encanta este lugar, su lejanía con lo mundano y su fuerte relación con la naturaleza, como si estuviéramos en otro planeta completamente nuevo. Pero no todos piensan así –dijo con tristeza–. Más de la mitad terminan retirándose cada semestre, y las quejas no tardan en llegar –Sus palabras comenzaban a generar una terrible preocupación en todo mi ser, y no podía evitar pensar que esta no era la peor parte de todas–. La mayoría del gobierno y algunos funcionarios piensan que Kiami es un desperdicio de dinero para el país y muchos de nosotros estamos preocupados de que lleguen a clausurar la universidad –Apretó sus puños con frustración y rabia.
–Pero y entonces, ¿ellos son del gobierno? –El Duque meneó la cabeza negando mi pregunta.
–Mucho peor... –informó con un hilo de voz–. En los días que no estabas en la universidad esos tipos llegaron. Son inversionistas extranjeros... –dijo mientras ambos los mirábamos. Habían cruzado el comedor y se dirigían hacia las oficinas administrativas de la institución–. Ellos tienen la intención de establecer una empresa en este preciso lugar, Kikis. ¡Esos malditos quieren comprar nuestra universidad! –rugió dolido, deteniéndose por completo.
En ese instante, no me sentía seguro de haber escuchado correctamente esas palabras llenas de rabia y frustración. Mi mente se encontraba en blanco, tratando de asimilar lo que El Duque había dicho. "Nuestra universidad... Comprar... ¡Nuestra universidad!"
–¿Pero qué mier...? –balbuceé–. ¿¡Cómo que comprar!? –reclamé con la voz irritada.
–Como lo escuchas... –sonó deprimente–. Ellos planean sacarle provecho a todos los recursos a nuestro alrededor. Piensan exprimir la naturaleza... –escupió con ira.
–¿¡Qué!? ¿¡Y piensan permitirle eso!? –gruñí con el ceño fruncido.
–Es lo que más les conviene, Kikis... Ellos son la solución a todos los problemas que tiene el país con Kiami... –lamentó cabizbajo.
"¿Qué es todo esto que acabo de enterarme? La universidad está pendiendo de un hilo desde hace tiempo y yo recién acabo de darme cuenta de la terrible situación. ¡Qué imbécil! ¡Kiami podría cerrar para siempre...! No... Kiami no... ¡Nuestro hogar!"
–¡No pueden hacer esto! –pensé en voz alta.
–¿Qué quieres decir? –exigió respuestas.
–¡No nos podemos quedar con los brazos cruzados! –bramé con furia y sin pensarlo dos veces ya me encontraba corriendo tras ellos.
–¡Kikis, espera! –Me ordenó en vano–. ¡Kikis! –gritó antes de seguir mi paso.
Mi cuerpo se movía solo. La impotencia y frustración que recorrían por mis venas me incitaban a hacerlo. Simplemente no podía estar sin hacer nada, y peor aun sabiendo que cualquier problema en el que me metiera, por más grave que sea, todo se acabaría en menos de tres meses.
–¡Kikis! –Volví a escuchar. Yo aceleré el paso.
Atravesé el comedor nuevamente y salí en pocos segundos. Meneaba la cabeza con rapidez para buscar a Claus y a sus títeres de negro. Mis ojos se entrecerraron y mi furia se intensificó cuando los vi a pocos metros de distancia, atravesando uno de los pasillos que conducía a las oficinas principales. Incrementé mi velocidad lo más que pude, y sentía como El Duque hacía lo mismo con tal de detenerme de cometer cualquier estupidez. Pero a mí me importaba un carajo...
–¡Kikis! –insistió.
–¡No te entrometas! –bufé, sin ni siquiera mirarlo.
–¡Detente, idiota!
–¡Que no te metas te he dicho! –Le grité, volteando a verlo. Cuando le clavé mi mirada, sus ojos se abrieron como dos grandes canicas, mostrando horror en su rostro.
–¡Kikis, cuidado! –Fue lo último que escuché antes de sentir un insoportable dolor en mi frente. Cuando pude reaccionar, y sin saber cómo, ya me encontraba tirado en el suelo. Mi cabeza daba vueltas y mi vista se encontraba nublada. Pestañeé un par de veces con fuerza para mitigar el dolor, pero era imposible, mi frente ardía como el infierno.
–¡Mierda! –reclamó una conocida voz, pero no pude identificar de quién era.
–¡Qué idiota! –Me regañó El Duque, aunque no era capaz de saber dónde estaba. Aún seguía viendo borroso y me sentía desorientado.
–¡Ahhgg! –Me quejé, apretando mi cabeza.
–¿Estás bien? –dijo El Duque.
–S-sí... –mascullé.
–Tú no, imbécil. Le pregunto al Lojano.
–¿El Lojano? ¿Él está aquí?
–Claro, idiota. Te acabas de chocar con él...
"¡Mierda!"
–¿Enserio? –dije sorprendido, restregando mis ojos con las manos. Comenzaba a recuperar la nitidez de la vista, aunque todo seguía estando a escalas de grises. Reí con amargura porque por un instante, una pequeña parte de mí había tenido la esperanza que mis ojos volverían a recuperar los colores. –Lo siento... –Me disculpé con sinceridad, levantándome con torpeza.
–Vaya... ¡Que pedazo de golpe! –bromeó El Lojano, aún en el suelo. Se restregaba los ojos y pestañeaba repetidas veces con rapidez, como si fueran flashes de fotografía.
–Ven, te ayudo –intervino El Duque, ofreciéndole la mano. El Lojano se estabilizó con pereza, mostrándose desorientado todavía.
–Tendré que fumarme un buen porro para aliviar el dolor –bromeó con la mano en la cabeza. Yo sonreí con amargura.
–Discúlpame –repetí–, yo estaba...
–No es nada –intervino de inmediato.
–Es solo que... Claus...
–¿Claus? –replicaron ambos al unísono.
–Me refiero a... esos tipos de negro...
–¿Los inversionistas? –preguntó El Lojano–. ¿¡Otra vez ellos!? –reclamó con rabia.
–Sí... –informó El Duque–. Acabamos de verlos en la institución.
–¡Maldita sea! –protestó el tatuado–. ¡Esos hijos de puta...! –rechinó los dientes–. Si le llegan a poner una mano encima a mi universidad... –apretó los puños con fuerza, sin poder terminar la frase.
–No te desesperes, no podrán comprarla... –fingió tranquilidad El Duque–. Y a todo esto –dijo de repente–, ¿no estabas buscando al Lojano? –preguntó mirándome.
–¿A mí? –dijo con incredulidad.
–Estaba ayudándolo a buscarte antes de que aparecieran esos mal nacidos –informó–. Bueno, yo me largo a mi casa... Los dejo para que hablen de lo que tengan que hablar –dijo de mala gana–. Si van a convertirse en la nueva pareja homosexual de la universidad espero ser el primero en saberlo –bromeó con una enorme sonrisa. Tanto El Lojano como yo pusimos cara de póker y él le mostró sus dos dedos de en medio.
–¡Muérete! –maldije sin poder evitar reírme.
–Clávatelos –añadió El Lojano, moviendo sus dedos. El Duque carcajeó mientras se alejaba de nuestra vista.
–Es un idiota... –resoplé.
–Pero es un idiota agradable –bromeó. Ambos reímos–. ¿Y bien? ¿Para que soy bueno? –preguntó con curiosidad–. Espero que lo que dijo El Duque no sea verdad, porque tendríamos un grave problema... –Se burló, riendo ampliamente. Yo solo pude contestarle con una sonrisa fingida.
–La verdad es que... yo... necesito... Necesito saber algo sobre los cartones –acentué, notando como un pequeño brillo de felicidad alumbraba los ojos del tatuado.