Dos hermanos. Dos caminos marcados por el mismo apellido... y por todo lo que nunca compartieron.
Harry Potter, el ni?o que sobrevivió, nunca supo que tenía una hermana. Elizabeth Potter, en cambio, lo supo siempre.
Separados por Dumbledore tras la...
—THESE KIDS ARE ALL CRAZY. THEY REALLY HAVE A PRETTY STRONG DEATH WISH.—
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En la fresca mañana de Halloween, el castillo despertó envuelto en un aroma delicioso y reconfortante que se colaba por todos los rincones: calabaza asada. Era una fragancia dulce y especiada que flotaba suave, atrapando a todos los estudiantes desprevenidos. Algunos, los más entusiastas y golosos, se vieron invadidos por una euforia casi infantil. Se notaba en sus pasos más ligeros, en las risas que se escapaban con más frecuencia, y en la forma en que sus narices se alzaban para atrapar mejor ese olor irresistible.
Elizabeth, sin embargo, al despertar, no se dejó arrastrar tan fácilmente por la algarabía matutina que recorría los pasillos como una ráfaga de viento festivo. A diferencia de muchos de sus compañeros, que ya estaban correteando entre risas y murmullos excitados por los rumores de los banquetes y las travesuras del día, ella permaneció bajo la manta unos minutos más, envuelta en la penumbra suave que aún cubría la habitación.
Con movimientos lentos, se sentó al borde de la cama y dirigió la mirada hacia su mesita de noche, donde reposaban dos fotografías mágicas. En una, sus padres reían con ella en brazos —una bebé de mejillas redondas— y en la otra estaban en una playa, tomados de la mano, con Lily cargando a un Harry de no más de dos meses de nacido, el viento moviéndoles el cabello mientras se sonreían con ternura. Las miró en silencio. Aquel día no era solo Halloween; para ella, era el aniversario de su muerte.
No sentía una punzada de dolor desgarradora. No había lágrimas ni llanto contenido, no hoy. Con el tiempo, ese dolor se había convertido en una sombra lejana, una nostalgia curiosa más que un duelo. No los recordaba realmente —era demasiado pequeña cuando todo ocurrió—, pero cada vez que llegaba esta fecha, una parte de ella se detenía. Reflexionaba. Se preguntaba cómo habría sido su vida si ellos hubieran seguido vivos. Si Voldemort no los hubiese arrancado del mundo antes de tiempo. ¿Habría crecido diferente? ¿Más confiada? ¿Menos propensa a la introspección melancólica? ¿Habría aprendido a hacer pociones de la mano de su madre, o leído libros junto a su padre junto al fuego en invierno?
Se imaginaba caminos distintos: cumpleaños celebrados en familia, el primer día en Hogwarts con sus padres esperándola en el andén, cartas en pergamino con consejos para las pociones o advertencias para los pasillos prohibidos.
Pero en vez de eso, tenía solo fotografías que la miraban desde el otro lado del vidrio. Testigos frágiles de una vida que nunca fue. Pensamientos así la acompañaban cada 31 de octubre. Sin invitación, sin tregua.
Y entre esas divagaciones, surgía una que cada año se volvía más fuerte, más insistente, como una semilla creciendo en la grieta de un muro: ¿no tendría más sentido celebrar Samhain en lugar de Halloween?
Esa noche no era, para ella, solo un desfile de disfraces ridículos y dulces excesivos. Samhain no era una festividad cualquiera. Era un momento sagrado. Una tradición ancestral, profundamente mágica. Una celebración celta que marcaba el final del verano y el inicio del invierno, el punto exacto donde el velo entre el mundo de los vivos y los muertos se volvía más delgado, más permeable. Un umbral. Un suspiro entre dos mundos.
