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—¿Entonces? ¿Sí vamos a la tardeada? —preguntó Fabiola el día anterior al evento, mientras compartían una bolsa de palomitas de microondas.

—No —respondió Andrea, metiéndose varias a la boca.

—Los veinte pesos peor invertidos de mi vida —dijo Fabiola, mostrándole un boleto de entrada al evento.

—Podrías dárselo a alguien más —respondió Andrea—. Te puedo reembolsar los veinte pesos.

—Ese no es el punto. No quiero los veinte pesos, quiero ir a una fiesta contigo —Fabiola se cruzó de brazos y dejó caer su peso sobre el respaldo de la silla.

Era viernes y las clases de Andrea ya habían terminado, pero se había quedado más tiempo en la escuela para acompañar a Fabiola hasta que fuera hora de su práctica de laboratorio. La media hora que pasaron juntas, sin embargo, estuvieron en silencio casi absoluto.

—No me gusta estar enojada contigo —dijo Fabiola, por fin, cuando era hora de irse al laboratorio.

—A mí tampoco me gusta que te enojes conmigo —respondió Andrea.

—Siempre quiero que vayas conmigo porque sé que las fiestas serían más divertidas si estuvieras ahí.

—¿Nunca has considerado que podrían ser justo lo opuesto? —Andrea bajó la mirada—. No bailo, no me integro, me siento incómoda y solo quiero irme.

—¿Y tú nunca has considerado que a lo mejor estando conmigo no sentirías ninguna de esas cosas?

Las dos se quedaron calladas.

Después de unos instantes, Fabiola la abrazó.

—Nos vemos el lunes, Andy.

—Nos vemos el lunes —respondió ella.

Unas horas más tarde, cuando Andrea abrió su mochila, encontró el boleto y lo contempló.

Luego pasó las siguientes 20 horas creyendo que se debatía entre ir o no al evento, pero en realidad su decisión ya estaba tomada. Quería ir, quería estar con Fabiola; quería, por una vez en la vida, acompañar a su mejor amiga a hacer lo que más le gustaba.

La tarde del sábado, cuando por fin aceptó conscientemente que iría a la fiesta, se acercó a la abuela para avisarle y entonces comenzó un griterío que duró más de cuarenta minutos. Para cuando logró zafarse de sus garras y llegar a casa de doña Isabel, ésta le recibió con la noticia de que Fabiola se había marchado media hora atrás.

Al llegar a la escuela se sintió momentáneamente en el inicio de una película post-apocalíptica: las aulas y pasillos estaban desiertos y una pulsación lejana hacía temblar los vidrios de las ventanas.

«Más o menos ahora es cuando comienzan a levantarse los muertos», advirtió la voz de su interior y Andrea odió a Landy por dejarle ver películas de terror.

Las vibraciones provenían del centro deportivo, y mientras más se acercaba, éstas se convirtieron primero en bullicio y finalmente en música. Al entrar al lugar, descubrió que el recinto carente de gracia en el que se jugaban partidos de baloncesto y voleibol, se había transformado en un salón de fiestas finamente adornado, que había un escenario desmontable para el DJ, juegos de luces, enormes bocinas y a los costados de la entrada había mesas repletas de sodas, vasos desechables y botanas.

A ojo de buen cubero, Andrea calculaba que el cuerpo estudiantil enteroa excepción de Vanesa estaba metido ahí. No había espacio para caminar; una lata de sardinas hubiera resultado más holgada. El volumen de la música era absurdo, pero lo que encontraba especialmente insoportable era el olor a sudor de adolescente calenturiento.

Las cosas que no nos dijimosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora