"¿Un sueño o algo más?"
Omnisciente.
El bosque parecía más oscuro y grande de lo que debía ser.
Las ramas se alzaban hacia el cielo como si quisieran atrapar los últimos rayos de luz. El atardecer se había teñido de morado, y el viento comenzaba a enfriar la tierra.
Una niña de no más de tres años caminaba descalza, con su vestido azul cielo lleno de tierra. Su cabello castaño caía enmarañado sobre su cara y sus manitas apretaban una flor marchita que había recogido quién sabe cuándo.
Estaba sola.
No sabía cómo había llegado hasta ahí.
Solo sabía que tenía miedo.
Sus pasos eran torpes, pero rápidos. Algo dentro de ella le decía que no debía quedarse quieta. Que si paraba... Algo la iba a alcanzar.
Y tenía razón...
Un crujido de ramas detrás de ella la hizo voltear. Pero no había más que una sombra.
Una sombra.
Un hombre rubio.
Una máscara blanca.
Y un kunai.
Los ojos negros de la niña se abrieron de par en par.
Él la vio y sonrió. No dijo nada. Solo comenzó a caminar hacia ella. Y luego a correr.
___ gritó.
Corrió tan rápido como sus piernitas se lo permitieron, tropezando, cayendo y volviéndose a levantar. El corazón le retumbaba en los oídos. Lloraba sin entender el por qué. Solo sabía que ese hombre quería hacerle daño.
Se metió entre los árboles, esquivando las ramas como podía. Había un hueco entre raíces gruesas, y se metió ahí, temblando mientras abrazaba sus rodillas. El atacante pasó de largo... pero luego frenó.
Silencio. No hubo más que eso.
Ella apretó los labios, aguantando la respiración.
—Sé que estás aquí... —susurró la voz— No tiene caso que te escondas.
Los pasos se acercaron. La niña no hizo más que cerrar los ojos con fuerza.
Y entonces, el aire cambió.
Un torbellino apareció en medio del bosque, distorsionando el ambiente. El atacante apenas alcanzó a voltear cuando una figura lo atravesó.
Una capa negra, una máscara en forma de espiral, pero su chakra... Era oscuro.
El atacante de Konoha cayó al suelo sin vida con un ruido seco.
Ni un sonido más.
La niña se quedó muy quieta, sentía... Algo. No sabía bien qué. Pero su pequeño cuerpo lo reconoció antes que su mente: Tenia miedo... Y quizá algo más.
El enmascarado la miró. Sus ojos rojos se clavaron en los suyos.
La vio e inmediatamente supo quién era.
—La hija de Kakashi... —murmuró con desprecio.
Se acercó, levantando lentamente su brazo, con su kunai en mano, estaba decidido.
Su chakra se volvió más pesado, más agresivo.
—Tú no deberías existir —dijo en un susurro.
____ no se movió. Tenía miedo, pero no lloraba. Solo lo miraba con la inocencia que solo una niña podía tener.
La miró más de cerca, primero con frialdad... Con el odio clavado en las pupilas, listo para borrarla del mundo.
Pero entonces... Algo falló.
Algo se quebró dentro de él.
Sus ojos se fijaron nuevamente en el rostro de la niña.
En sus facciones suaves.
En el su cabello castaño revuelto.
En la forma en que fruncía el ceño, como si estuviera a punto de llorar pero se obligara a no hacerlo.
Él se congeló.
—Tú... —tragó saliva. El kunai en su mano tembló—Tienes su rostro
La voz le salió apenas en un susurro, como si le doliera decirlo.
Como si el solo hecho de verla hubiera abierto una herida que él creía cerrada.
Se arrodilló frente a ella, con los ojos clavados en los suyos.
—La forma de tus ojos...
—Tu cabello...
—Esa expresión testaruda...
Cada palabra era una punzada en su corazón.
—Eres igual a Rin...
El nombre se le rompió en la boca.
Y por un instante, todo el odio que traía encima... Se derrumbó.
—No... No puede ser —bajó el kunai, aun temblando.
Se arrodilló frente a ella, respirando agitadamente como si le faltara el aire. Tocó su rostro con una mano enguantada. La niña no lo apartó.
—¿Por qué tienes su cara? —Su voz se quebró.
Por un momento, ese odio que sentía desapareció.
Solo quedó un hueco en el pecho junto con ese recuerdo que dolía demasiado.
Cargó a la niña de manera mecánica. Levantándola como si fuera lo último vivo en un mundo muerto.
Como si de verdad estuviera pensando llevársela.
—Podría hacerlo... —susurró, mirándola de cerca— Podría sacarte de aquí. Alejarte de todo... No deberías estar bajo el cuidado de él. Ni en Konoha. Menos en medio de esta guerra que no entiendes.
Pero aunque su corazón se lo pidiese, él no lo hizo. Sus ojos brillaron con rabia y dolor al mismo tiempo.
Y entonces, escuchó algo a lo lejos.
Una voz familiar.
Una voz que no debía de escucharle.
—¿¡Dónde estás!? ¡Te dije que no te movieras!
Obito giró la cabeza hacia el sonido. Era Anko. Venía corriendo entre los árboles. Aún estaba lejos, pero ya se acercaba.
Miró a la niña una última vez.
—Vas a olvidarme... Como todos lo hacen.
La bajó con cuidado y la dejó entre las raíces de un árbol, justo donde las flores blancas crecían con fuerza inexplicable.
Luego se esfumó, como si nunca hubiera estado.
Anko llegó unos segundos después, respirando agitada, con los ojos desorbitados.
—¿¡Estás bien!? —gritó, corriendo hacia la niña y revisándola con urgencia—¡No me puedes hacer eso! ¡No puedes salir sola así!
La cargó en brazos, abrazándola con fuerza, sin entender cómo había llegado hasta ahí, ni lo qué había pasado.
La niña no dijo nada. Solo se quedó en silencio, con la mirada perdida entre los árboles oscuros.
Al llegar junto a las raíces del árbol donde la niña había estado, algo la hizo detenerse.
El cuerpo.
Estaba tirado en el suelo, inmóvil. Con la máscara rota y los ojos vacíos.
La peli morada dio un paso hacia él, su mirada centrada en el rostro del cadáver. Había algo familiar en la cicatriz.
La cicatriz en su mejilla derecha.
El uniforme... La postura.
—Kuroda Sagi—murmuró en voz baja, casi como un susurro. Su rostro se tensó al reconocerlo.
Era uno de los miembros del clan Sagi más conocidos en Konoha. Durante un tiempo fue uno de los ninjas más importantes de dicho clan, pero después de los conflictos internos que tuvieron, él había desaparecido sin dejar rastro.
Anko apretó los labios, mirando el cuerpo con una mezcla de incomodidad y rabia. ¿Qué estaba haciendo Kuroda aquí? ¿Por qué había atacado a la niña?
Sin más, se agachó junto a él, observando su expresión vacía. El peligro que representaba ya no existía.
Pero aún quedaba una pregunta en el aire. ¿Por qué él? ¿Y por qué a la niña?