𝐄𝐋 𝐏𝐋𝐀𝐂𝐄𝐑 𝐃𝐄 𝐎𝐃𝐈...

By geral__16

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Sofía ferrara, es la hija de un empresario exitoso como también es todo un líder de la mafia italiana. Aless... More

Nota
ʰóDz
CAPITULO 1
CAPITULO 2
CAPITULO 3
CAPITULO 4
CAPÍTULO 5
CAPITULO 6
CAPÍTULO 7
CAPITULO 8
CAPITULO 9
Aviso
CAPÍTULO 10
CAPÍTULO 11
CAPÍTULO 12
CAPÍTULO 13
CAPÍTULO 14
CAPÍTULO 15
CAPITULO 16
CAPÍTULO 17
CAPITULO 18
CAPITULO 19
CAPÍTULO 20
CAPÍTULO 21
CAPÍTULO 22
CAPÍTULO 23
CAPITULO 24
CAPÍTULO 25
CAPÍTULO 27
CAPÍTULO 28
CAPÍTULO 29
CAPÍTULO 30
CAPÍTULO 31
CAPÍTULO 32
CAPÍTULO 33
CAPÍTULO 34
CAPÍTULO 35
CAPÍTULO 36
CAPÍTULO 37
CAPÍTULO 38
CAPÍTULO 39
CAPÍTULO 40 (FINAL)
ÍҰ

CAPÍTULO 26

228 12 10
By geral__16

Alessandro Müller

Salir con ella no fue tan malo como creí, es graciosa y risueña. Sus ojos marrones son muy llamativos, aunque... quisiera que fueran verdes. Intento sacar a Sofía de mis pensamientos, pero no puedo. Me enamoré de ella, de las pocas veces que sonreía, de lo amargada que es.

Sofía no era fácil. Nunca lo fue. Te hablaba como si siempre estuviera a punto de irse, como si no tuviera tiempo para nadie, como si el mundo le pesara más de lo que podía cargar. Pero había momentos -breves, fugaces- en los que bajaba la guardia, y ahí estaba: su risa seca, casi incrédula, como si le costara creer que aún podía reírse de algo.

Y ahí estaba yo, siempre esperando ese instante.

No sé cómo ni cuándo pasó. No fue una gran revelación, no hubo fuegos artificiales ni discursos internos. Solo un día me di cuenta de que todas mis excusas para verla eran eso: excusas. Que la forma en que me irritaba su forma de desaparecer sin avisar era solo una forma torcida de decir que la extrañaba. Y que sus silencios, tan cargados de todo, me dolían más que cualquier grito.

Y ahora estoy aquí, en una cita con alguien más, fingiendo que puedo seguir adelante.

Pero no puedo.

Zoe me habla muy animadamente. Yo le respondo y todo, pero no es lo mismo. Ella llena el espacio con palabras, con entusiasmo, con vida. Y yo estoy ahí, sonriendo de vez en cuando, fingiendo que estoy presente. Pero por dentro, mi cabeza está en otro lugar.

Con Sofía.

Zoe es una asesina. Igual que Sofía. Las dos se criaron en la misma organización, moldeadas por el mismo hierro y fuego. Pero se hicieron distintas. Zoe perfeccionó la precisión. Sofía perfeccionó el caos.

Conocí a Sofía hace dos meses, en una cena que marcaba la supuesta alianza entre nuestras familias. Una noche elegante, llena de vigilancia disimulada, sonrisas tensas y copas alzadas con cautela. Ella estaba ahí, sentada junto a su madre, con una expresión que parecía decir que todo aquello le parecía un chiste.

Y yo... yo no podía dejar de mirarla.

No hablamos mucho. Un par de frases cortas, una mirada larga. Pero fue suficiente. Supe, desde ese instante, que me iba a marcar. Que esa mujer no se iba a quedar en una noche.

Zoe no sabe que desde entonces no he podido sacármela de la cabeza. Ni que me acerqué a ella porque sabía de su pasado con Sofía. Sabía que se criaron juntas, que compartieron entrenamiento, que una vez fueron como hermanas. Me acerqué porque pensé que Zoe podía llevarme a Sofía. O al menos ayudarme a entender por qué me dejó ese vacío con tan poco.

Pero eso nunca funcionó.

Zoe cruza la pierna y me observa en silencio.

-No la has superado, ¿verdad?

No necesita decir su nombre. Ya no hace falta. Me quedo callado. Porque no quiero mentirle, pero tampoco quiero confirmarle lo que ya sabe.

Ella desvía la mirada. En ese gesto hay decepción... y sospecha.

Mi teléfono vibra.

Número desconocido.

Pero yo ya sé.

Contesto.

-¿Sigues usando a otra para encontrarme? -La voz de Sofía. Tranquila. Cruel. Familiar.

El mundo se detiene por un instante.

-Zoe siempre fue buena, Alessandro. Pero no es para ti -Pausa-. Y tu tampoco eres para ella.

Cuelga.

Me quedo inmóvil, el teléfono aún en la mano. El eco de su voz en mi cabeza.

Dos meses.

Apenas dos meses desde que la conocí.

Y ya se convirtió en el error que no puedo dejar de cometer.

Cuando levanto la mirada, Zoe me está observando.

No dice nada.

No sonríe. No pregunta. No insiste.

Se limita a mirarme, en silencio.

Y ese silencio pesa más que cualquier palabra. Es incómodo. Es el tipo de silencio que aparece cuando alguien empieza a darse cuenta de que no está en el lugar que pensaba ocupar.

Yo me aclaro la garganta, pero no digo nada. ¿Qué podría decir?

Entonces vibra de nuevo mi teléfono.

Es Christa.

Contesto al segundo tono.

-¿Qué pasa? -.pregunto, agradeciendo la distracción.

-Alessandro... el señor Ferrara murió.

Mi corazón se detiene un segundo.

-¿Cómo?

-Aún no se sabe si fue natural o... otra cosa. Pero nos invitaron al funeral. Tu también.

La línea queda muda unos segundos. El aire se pone más denso.

-Ahí estaré, ¿Hora?

-7pm, no llegues tarde.

Cuelgo.

Cuando vuelvo la mirada hacia Zoe, sigue en la misma posición. Callada. Distante.

Yo también lo estoy.

Porque acabo de entender que el juego acaba de cambiar.

El traje estaba listo sobre la cama.

Negro, clásico, impecable. Como se espera en un funeral de alto perfil. Como se espera en una reunión entre familias que pueden matarse con una sonrisa en los labios.

Me abroché la camisa con movimientos lentos, controlados. Pero por dentro, todo era un nudo. No por el funeral. No por el Sr. Ferrara.

Sino por ella.

Sofía.

Una semana y media sin verla. Aunque suene poco, desde que la encontré en uno de los clubes que pertenecían a su padre, no he podido sacarla de mi cabeza. Solo cruzamos unas pocas palabras .-las necesaria-., pero bastaron para revolverme todo otra vez. Siempre logra eso. Siempre termina ocupando el lugar del aire.

El departamento estaba en silencio. Ninguna voz, ningún paso ajeno. Solo yo, el reflejo del espejo, y el peso de lo inevitable.

Mi celular vibró. Era un mensaje de Christa:

"El auto pasa por ti en diez. Funeral privado. Todos estarán ahí."

Corto, directo. Como siempre. Ella no sabía nada. No del todo. Solo sospechas, quizás. Pero lo nuestro -lo que sea que haya sido con Sofía- era algo que me guardé para mí.

Me ajusté la corbata frente al espejo. El nudo perfecto. El rostro, no tanto.

Zoe no había sido invitada. Su nombre ni siquiera se mencionó. Y no era raro: Sofía y ella se volvieron enemigas después de que Sofía nos viera. A Zoe y a mí. Besándonos. Fue en ese mismo club donde volví a encontrarme con ella. Sin mencionar lo que pasó después.

Me puse el saco. La mirada aún clavada en el espejo.

Hoy la iba a ver.

Y aunque no supiera si me iba a mirar, yo sí iba a estar observándola.

El silencio en el cementerio pesaba más que el luto. Aun entre susurros, las palabras dolían. No por el muerto. Sino por lo que todos estaban fingiendo no sentir.

Llegamos con puntualidad calculada. Ni demasiado temprano, para no parecer desesperados, ni tarde como para ofender.

Los hombres de seguridad nos reconocieron sin necesidad de presentarnos. Uno de ellos asintió y nos hizo pasar. Christa bajó del auto primero. Yo lo hice después, ajustando el saco mientras mis ojos recorrían el lugar.

Y ahí estaba ella.

Sofía.

Vestida de negro, con el cabello suelto como a veces lo llevaba cuando estaba sola. Había algo en su postura, en cómo se sostenía el mundo encima sin que le temblaran los hombros. El rostro firme, pero sus ojos... sus ojos buscaban algo. O a alguien.

Y por un instante, creí que me miraba.

No lo sostuvo. Bajó la vista. Dio un paso más hacia el altar improvisado y no volvió a girarse. Pero para mí fue suficiente.

El pecho se me apretó. Porque no sabía si su silencio era respeto o desprecio. Y eso era lo peor: no tener certeza.

Me quedé a un lado, junto a Christa, quien parecía medir cada expresión de los presentes. Ella no sabía nada entre Sofía y yo, pero era lista. Demasiado. Y si yo dejaba ver más de lo necesario, lo descubriría.

El padre de Sofía yacía ahí, pero yo solo podía pensar en la hija.

Y en cómo su mirada, por más breve que fuera, me dejó sin aire.

El sonido de los pasos sobre la grava se mezclaba con el murmullo apagado de los asistentes. Las puertas de la iglesia estaban abiertas, y poco a poco, todos comenzaron a entrar.

Las bancas de madera crujían al recibir los cuerpos vestidos de negro. Rostros serios, palabras medidas. Todo era solemnidad... y peligro disfrazado de luto.

Me senté en una de las filas intermedias, lo suficientemente lejos del altar como para no ser el centro de atención, pero no tan atrás como para parecer indiferente. Christa tomó lugar a mi lado, cruzando las piernas con elegancia, su mirada escaneando la sala como si leyera un informe táctico.

Y entonces, Sofía cruzó la entrada.

La luz del exterior la enmarcó por un momento. Sus pasos eran firmes, aunque su rostro no mostraba emoción. Caminó entre las bancas sin mirar a nadie. El negro le sentaba como si hubiera nacido con él puesto.

Se sentó en la primera fila. Sola.

No giró. No buscó a nadie. Solo bajó la mirada un instante, como si necesitara respirar.

Yo no podía dejar de mirarla. La última vez que habíamos estado tan cerca, no había ataúd de por medio. Solo un club, una copa a medio terminar, y el sabor amargo de una decisión mal tomada.

Ahora, había muerte. Y silencio. Y la misma distancia entre nosotros que entonces... aunque esta vez, con muchos más ojos encima.

La misa iba a comenzar.

Pero lo único que yo estaba esperando... era una señal suya.

Una mínima.

Una mirada.

La misa avanzaba entre salmos y rezos. Las voces del coro llenaban la iglesia con una solemnidad artificial, como si pudieran lavar con incienso todo lo que realmente pesaba en el aire.

Pero yo no escuchaba.

Tenía los ojos puestos en ella.

Sofía no se había movido desde que se sentó. Inmóvil. Como si su cuerpo estuviera ahí, pero su mente estuviera a miles de kilómetros. Hasta que lo hizo.

Se levantó.

Fue lento, casi imperceptible. Una pausa en medio de una oración. Apenas un murmullo de movimiento. Nadie pareció prestarle atención, salvo yo.

Giró un poco el rostro, sin mirar directamente hacia mí. Solo un leve gesto con la cabeza. Apenas una inclinación sutil, acompañada por el roce de su mirada que se cruzó con la mía por un segundo.

Una señal.

Para cualquiera habría sido nada.

Para mí, era una orden silenciosa.

Me levanté sin pensarlo demasiado, deslizándome fuera del banco como si me llevara el mismo instinto que me hace sobrevivir. Christa me miró de reojo, pero no dijo nada. Sabía cuándo no preguntar.

Crucé el pasillo central tras ella.

Sofía ya había cruzado la puerta de la iglesia. El aire frío del cementerio golpeó mi rostro apenas salí. La vi a unos metros, caminando con paso firme entre las tumbas. No se giró. No hizo falta.

Yo ya iba tras ella.

Y aunque no sabía a dónde me llevaba... tampoco me importaba.

La seguí entre los mausoleos hasta que se detuvo bajo un ciprés solitario. El canto lejano de la misa todavía flotaba en el aire, pero acá afuera todo era más real. Más crudo.

Sofía no se giró de inmediato. Se quedó con la vista perdida en algún punto indescifrable. Como si necesitara armar las palabras antes de decirlas. O tal vez, decidir si hablar era una buena idea.

-Sabía que ibas a venir -dijo por fin, sin mirarme.

Su voz era baja, firme. Sin temblores. Como siempre.

-Christa insistió -respondí, con un tono neutro. No era del todo mentira, pero tampoco era verdad.

-¿Y si ella no hubiera insistido?

Guardé silencio.

Sofía giró apenas el rostro, lo suficiente para encontrarme con sus ojos. Había rabia en ellos. Dolor también. Pero no de ese que grita, sino del que se aprieta en el pecho como un puño cerrado.

-No tendrías que haberla besado, Alessandro.

No hubo rodeos. Lo soltó como quien dispara.

-No planeé que pasara -dije, sin defenderme del todo-. Zoe apareció, insistió... fue rápido.

-Yo también aparecí -su voz se quebró un instante, pero lo disimuló al instante-. Y no te vi detenerla.

La imagen del club volvió a mi mente como una maldita maldición. La forma en que Sofía nos miró desde el otro lado de la sala, esa mezcla de furia y decepción.

-No sabía que ibas a estar ahí -susurré.

-¿Y eso lo hace mejor?

Cerré los ojos un segundo.

-No.

Silencio.

Ella bajó la vista, apretando los dedos contra el frío mármol de una tumba.

-Hoy enterré a mi padre, Alessandro. Y no tengo espacio para traiciones.

Me acerqué un poco. No lo suficiente como para tocarla. Solo para que me escuchara.

-No vine por compromiso. Vine por ti.

Sus ojos se alzaron de nuevo. Había humedad en ellos, pero ni una lágrima cayó.

-Entonces elegí bien al hacerte esa señal -dijo Sofía, y por un segundo, casi sonrió-. Porque si no hubieras venido... te habría odiado un poco más.

-No quiero que me odies -respondí, bajando la voz.

Ella se dio vuelta por completo esta vez. Me miró de frente, sin barreras. Sus ojos, tan oscuros como siempre, no titubeaban.

-No vine a buscar consuelo -dijo-. Ni a hablar del beso. Vine porque necesitaba decírtelo, Alessandro.

Mi cuerpo se tensó.

-¿Decirme qué?

Sofía guardó un breve silencio. Luego, con una calma aterradora, dejó caer las palabras:

-Fui yo quien lo mató.

El aire pareció congelarse entre nosotros.

-¿Qué...?

-A mi padre. -Su voz no temblaba-. Lo envenene yo. De frente. Sin vacilar.

No supe qué decir. Cada parte de mi cerebro buscaba una explicación, ¿ Es por eso que se alejo?

-Él te prohibió. Como si pudiera decidir a quién amar. Como si ser su hija me hiciera su propiedad.

-Sofía... -susurré, pero no supe qué más decir.

-No me arrepiento. -Lo dijo antes de que pudiera agregar algo más-. No me arrepiento de haberlo hecho. Me dolió... pero no por él. Me dolió porque, al final, tuve que elegir entre obedecerlo... o vivir lo que quiero vivir.

Me clavó la mirada.

-Y te elegí a ti

El mundo se encogió en ese momento. El funeral, la iglesia, la misa, los susurros... todo quedó lejos.

Solo ella. Y esa confesión que lo cambió todo.

El silencio entre nosotros era tan denso como la humedad que se colaba entre las lápidas. La confesión flotaba en el aire, tan real como la lluvia que empezaba a caer.

Sofía me sostuvo la mirada. No había culpa en sus ojos. Solo determinación. Oscuridad. Deseo.

Me acerqué sin una palabra más. Ella no se movió, no retrocedió. Solo esperó. Y cuando mis dedos tocaron su rostro, exhaló como si hubiera estado conteniéndose desde hace días.

-Te elegí a ti -repitió, casi en un susurro.

Mis labios encontraron los suyos con una necesidad brutal. No había dulzura. Era fuego. Era furia. Era todo lo que no pudimos decir antes de ahora. Nuestras bocas se chocaban más que se besaban, como si estuviéramos peleando por quién toma el control.

La empujé suavemente contra el mármol de una tumba cercana, una cruz antigua a nuestras espaldas, como un testigo de lo prohibido. Ella enredó los dedos en mi cabello y bajó las uñas por mi nuca con esa forma suya tan salvaje de decir "te quiero así".

Mis manos bajaron por su cintura, recorriendo las curvas bajo el vestido negro. Su piel ardía, incluso con el frío alrededor. Sofía levantó una pierna sobre mi cadera, acercándose aún más, dejando que su respiración cortada rozara mi oído.

-No vas a olvidarme -dijo, mordiéndome el labio inferior con fuerza.

-No lo hice ni un segundo.

El beso que vino después no fue solo deseo. Fue una promesa silenciosa: somos de los que no se arrepienten. De los que toman lo que quieren. De los que queman.

La lluvia aumentaba, empapándonos. Pero no nos importó. Entre mis dedos, el encaje de su ropa interior cedía. Bajo mis labios, su cuello se arqueaba. Sus manos ya se colaban bajo mi camisa, desesperadas, temblando con rabia contenida y placer anticipado.

-hay que irnos-le susurré, con la voz baja y ronca.

Ella asintió, pero no se movió aún. Me miró, seria, con los labios hinchados y el pelo húmedo pegado a la cara.

La lluvia golpeaba el parabrisas con ritmo constante. Sofía apagó el motor en una zona apartada del cementerio, sin decir nada. Se giró hacia mí, respirando agitada, los labios entreabiertos.

-Te quiero dentro de mí -susurró.

Se subió sobre mí sin dudar, sus piernas rodeando mi cintura, su cuerpo empapado pegándose al mío. Sus labios me buscaron con hambre, desesperados, calientes. Le respondí con la misma brutalidad: mis manos subieron por sus muslos, deslizando el vestido negro hacia arriba, descubriendo su piel húmeda, suave, temblorosa.

- Extrañaba tu cuerpo, Schlange. -murmuré entre dientes, con una sonrisa torcida.

-Extrañabas todo de mí, mi amor-dijo, y se hundió en mí con un gemido ahogado.

La sensación fue incendiaria. Se movía con un ritmo lento al principio, provocador, haciéndome sentir cada centímetro de su cuerpo envolviéndome. Apoyó la frente en mi hombro, jadeando, mientras mis manos se aferraban a su cintura con fuerza. El vaivén se intensificó rápido, como si el deseo hubiera estado acumulándose desde aquella primera vez que cruzamos miradas.

Mi boca encontró su cuello, lo lamí, lo mordí. Ella arqueó la espalda, gimiendo mi nombre, empujando más fuerte, más rápido. El sonido del cuero bajo nuestros cuerpos se mezclaba con la lluvia sobre el techo del auto y el vaho cubriendo los cristales. Estábamos aislados del mundo, consumiéndonos el uno al otro.

-Dime que eres mío, dimelo -jadeó, con la voz rasgada, los ojos cerrados.

-Soy solo tuyo, Schlange -gruñí contra su piel-. Y nadie te va a tocar como yo.

Desabroché el vestido con torpeza, dejando sus pechos al descubierto. Los besé con hambre, con necesidad, mientras ella se aferraba a mí como si le fuera la vida en eso. Su cuerpo vibraba con cada movimiento, su respiración se entrecortaba, y sus gemidos se volvieron más agudos, más desesperados.

-Vas a hacerme acabar -susurró, perdida.

-Hazlo-le ordené-. Quiero verte temblar.

Y lo hizo. Se vino temblando sobre mí, clavando las uñas en mi espalda, con un gemido tan fuerte que retumbó en el interior del auto. Yo la seguí al instante, tomándola con ambas manos, enterrándome con fuerza, explotando dentro de ella con un gruñido bajo y feroz.

Por un momento, no hubo nada más. Solo el sonido de nuestras respiraciones, la lluvia, el vaho, y el calor húmedo entre nuestros cuerpos pegados.

Sofía se apoyó sobre mi pecho, aún dentro de mí, su cabello mojado pegado a mi cuello. Dibujaba líneas en mi piel con la yema de los dedos, tranquila... satisfecha.

-Te extrañe mucho, Alessandro -dijo, con voz suave, casi inocente.

-Yo más, extrañaba cada parte de ti, Schlange. -le respondí, acariciándole la espalda.

Y sonrió.

-----------

HOLA SERPIENTEES

HASTA AHORA ESTE ES EL CAPÍTULO MAS LARGO, SOFIA Y ALESSANDRO POR FIN SE RECONCILIARON.

Me pregunto ¿Que dirá Zoé cuando se enteré?

Hasta el próximo capítulo.









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