En los m¨¢rgenes del mundo, donde los apellidos pesan m¨¢s que las acciones, ?liarag lidera una banda de ladrones con un solo sue?o: romper las cadenas del destino y alcanzar la libertad. Nacido entre la esclavitud, el fr¨ªo y la miseria de un pueblo c...
Mi nombre es Éliarag Andrer, aunque todos me conocen como Éliar.
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
En mis veinticinco años de vida jamás salí del pueblo donde nací. Ni siquiera pisé la arboleda que lo rodea. No fue por decisión propia; es una condena que se impone a todos los que llevamos un apellido maldito. Una sentencia sellada incluso antes de nuestro nacimiento. Somos descendientes de los revolucionarios que, hace más de cinco siglos, conspiraron contra el rey Álklanor Núndior.
El monarca no solo ejecutó públicamente a los tres líderes de la rebelión, sino que condenó a sus seguidores —y a todos sus descendientes— a una vida de exclusión. Las espaldas de los exiliados fueron marcadas con un hierro ardiente antes de ser enviados a Ástbur: nuestro destierro eterno.
Más allá del bosque, nos conocen como los marginados. Nos describen como gente despiadada, capaz de matar por un trozo de codillo asado. Aunque esa reputación está lejos de la verdad, hay algo que no puedo negar: cuando tienes el estómago vacío, el hambre puede empujarte a cometer atrocidades.
En Ástbur, la miseria es nuestra única certeza. No tenemos campos de cultivo ni ganado. Apenas contamos con lo básico para sobrevivir. Cada siete días, los guardias del reino lanzan al centro de la plaza sobras de comida y ropa usada, cosas que otros pueblos ya no quieren. La mayoría está en mal estado, pero para nosotros es todo lo que hay. Siempre hay muertos durante la repartición, porque cuando alguien tiene hambre, olvida las necesidades del prójimo.
El invierno es nuestro peor enemigo. Nos golpea con una fuerza que muchos no logran resistir. En la aldea, las únicas fuentes de alivio legalizadas por los nobles son dos mercancías: el alcohol y la plantiquina. El primero, un escape líquido que nubla la mente y amortigua el dolor. La segunda, hierbas secas envueltas en papel de maíz, que fumamos para sentir un alivio efímero ante la desesperación.
Ambas, aunque disponibles, son cadenas disfrazadas de consuelo, ofrecidas para mantenernos dóciles y distraídos de nuestra realidad. Todo lo demás —incluso la comida— está estrictamente prohibido.
Además del hambre, el frío se convierte en asesino cuando llega el invierno. Me duele admitirlo, pero sé que nuestra inmundicia ha sido siempre la mofa de los ricachones que viven cómodamente en la capital del Reino de Félandan.
A partir de los catorce años, tanto hombres como mujeres debemos cruzar cada mañana el contaminado río Noivren para trabajar en «Bajos Hornos», la zona industrial al otro lado del pueblo. Allí, nuestras manos están condenadas a manipular carbón, hierro y otras materias que ennegrecen la piel y consumen el cuerpo. Al final de la jornada, se nos entrega una chapa metálica que solo puede canjearse por alcohol o plantiquina en la taberna de Oslok, un lugar oscuro donde las risas son huecas y el humo denso oculta las lágrimas.
Esas dos mercancías, únicas permitidas, ofrecen un respiro momentáneo, pero también nos recuerdan las cadenas invisibles que nos sujetan.
Las madres con hijos menores de diez años están exentas del trabajo físico, pero no por compasión: el reino considera que su deber es asegurar que las próximas generaciones de marginados sobrevivan lo suficiente para ocupar su lugar en los hornos. En cuanto sus hijos crecen, ellas deben regresar al mismo destino que dejaron atrás.