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Cap¨ªtulo 26 (Infierno arenoso)

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La liebre recuperó su vigor al poco de retomar la marcha, avanzando con saltos amplios que devoraban el terreno. Me sujeté con fuerza. El viento me daba en la cara, pero el recuerdo de los ciclones no me abandonaba. ¿Era posible que fueran la manifestación de una deidad perdida? ¿Una conciencia dormida que había despertado para observarnos?

La voz de Tío Honoris interrumpió mis pensamientos.

—No tardará en ponerse el sol. Si mi orientación no falla, deberíamos encontrar un pueblo cerca de aquí.

—¿No es humo eso que se ve tras las dunas? —le señalé, alzando el brazo.

El anciano siguió la dirección de mi dedo. Sus ojos se entornaron, calculadores.

—Vamos a averiguarlo —dijo con decisión, y apremió a la liebre.

Al llegar, encontramos los restos de un asentamiento, medio devorado por la arena. Apenas unas estructuras arruinadas sobresalían del polvo. El aire olía a quemado... y algo más. Entre las dunas, huesos de camello formaban un reguero blanquecino, esparcidos como si hubieran sido arrojados allí por una mano indiferente.

—Aquí se hallaba Úkero —murmuró Tío Honoris, con voz apagada—. Ahora solo puedo oler a muerte.

Descendimos de la liebre. El suelo crujía bajo nuestros pies, pero nada más se movía. Sentí un escalofrío recorrerme. El lugar parecía vigilado por el mismo silencio.

—Este lugar era conocido por sus quesos de camello —dijo en voz baja, señalando los restos óseos—. ¿Qué habrá ocurrido aquí?

—Dame un poco de agua —le pedí. La garganta seca. Los labios, temblorosos. Mi cuerpo necesitaba algo que me hiciera sentir humano otra vez.

Sin decir nada, me pasó la bota. Bebí. La quietud nos rodeaba como una cúpula.

Comenzamos a caminar hacia el humo que se alzaba no muy lejos, casi disuelto por la bruma del desierto. El anciano redujo la liebre con un gesto breve y la guardó en la alforja.

—Podría ser peligroso —murmuró.

Al aproximarnos, distinguimos tres figuras. Se agachaban en torno a una fogata, alimentada con tablones rotos de un carro abandonado. La escena tenía algo de irreal, como si no perteneciera del todo a este mundo.

—Parece que están comiendo —dije en voz baja—. Tal vez sean supervivientes. Podemos...

—Tal vez —repitió Tío Honoris. Su tono no dejaba lugar al entusiasmo.

No esperé. Di unos pasos al frente, ignorando su mirada.

—¡Hola! —llamé al llegar—. ¿Estáis bien?

Las tres figuras, dos hombres y una mujer, se giraron. Sus ojos estaban hundidos. Las mejillas, pegadas al hueso. Por un instante, dudé de si estaban vivos.

—¿Qué os pasa...? —pregunté, con un hilo de voz.

No respondieron. Solo emitieron sonidos guturales, húmedos. Entonces vi lo que sostenían en las manos: huesos. Carne aún adherida. Y junto al fuego... una pila de restos humanos.

—Eso que están cocinando... —murmuré, con un nudo en la garganta.

—Sí —dijo Tío Honoris, sin apartar la vista—. Es un cadáver. Y no está del todo seco. Mira sus bocas... están bebiendo su sangre.

El rojo oscuro que manchaba sus labios lo confirmaba.

Uno de los hombres soltó el pedazo de carne y comenzó a arrastrarse hacia nosotros. Su andar era torpe, pero los sonidos que salían de su garganta eran inquietantes, más bestiales que humanos.

El Pendiente de Fuego I (?ncora)Donde viven las historias. Desc¨²brelo ahora