La liebre recuperó su vigor al poco de retomar la marcha, avanzando con saltos amplios que devoraban el terreno. Me sujeté con fuerza. El viento me daba en la cara, pero el recuerdo de los ciclones no me abandonaba. ¿Era posible que fueran la manifestación de una deidad perdida? ¿Una conciencia dormida que había despertado para observarnos?
La voz de Tío Honoris interrumpió mis pensamientos.
—No tardará en ponerse el sol. Si mi orientación no falla, deberíamos encontrar un pueblo cerca de aquí.
—¿No es humo eso que se ve tras las dunas? —le señalé, alzando el brazo.
El anciano siguió la dirección de mi dedo. Sus ojos se entornaron, calculadores.
—Vamos a averiguarlo —dijo con decisión, y apremió a la liebre.
Al llegar, encontramos los restos de un asentamiento, medio devorado por la arena. Apenas unas estructuras arruinadas sobresalían del polvo. El aire olía a quemado... y algo más. Entre las dunas, huesos de camello formaban un reguero blanquecino, esparcidos como si hubieran sido arrojados allí por una mano indiferente.
—Aquí se hallaba Úkero —murmuró Tío Honoris, con voz apagada—. Ahora solo puedo oler a muerte.
Descendimos de la liebre. El suelo crujía bajo nuestros pies, pero nada más se movía. Sentí un escalofrío recorrerme. El lugar parecía vigilado por el mismo silencio.
—Este lugar era conocido por sus quesos de camello —dijo en voz baja, señalando los restos óseos—. ¿Qué habrá ocurrido aquí?
—Dame un poco de agua —le pedí. La garganta seca. Los labios, temblorosos. Mi cuerpo necesitaba algo que me hiciera sentir humano otra vez.
Sin decir nada, me pasó la bota. Bebí. La quietud nos rodeaba como una cúpula.
Comenzamos a caminar hacia el humo que se alzaba no muy lejos, casi disuelto por la bruma del desierto. El anciano redujo la liebre con un gesto breve y la guardó en la alforja.
—Podría ser peligroso —murmuró.
Al aproximarnos, distinguimos tres figuras. Se agachaban en torno a una fogata, alimentada con tablones rotos de un carro abandonado. La escena tenía algo de irreal, como si no perteneciera del todo a este mundo.
—Parece que están comiendo —dije en voz baja—. Tal vez sean supervivientes. Podemos...
—Tal vez —repitió Tío Honoris. Su tono no dejaba lugar al entusiasmo.
No esperé. Di unos pasos al frente, ignorando su mirada.
—¡Hola! —llamé al llegar—. ¿Estáis bien?
Las tres figuras, dos hombres y una mujer, se giraron. Sus ojos estaban hundidos. Las mejillas, pegadas al hueso. Por un instante, dudé de si estaban vivos.
—¿Qué os pasa...? —pregunté, con un hilo de voz.
No respondieron. Solo emitieron sonidos guturales, húmedos. Entonces vi lo que sostenían en las manos: huesos. Carne aún adherida. Y junto al fuego... una pila de restos humanos.
—Eso que están cocinando... —murmuré, con un nudo en la garganta.
—Sí —dijo Tío Honoris, sin apartar la vista—. Es un cadáver. Y no está del todo seco. Mira sus bocas... están bebiendo su sangre.
El rojo oscuro que manchaba sus labios lo confirmaba.
Uno de los hombres soltó el pedazo de carne y comenzó a arrastrarse hacia nosotros. Su andar era torpe, pero los sonidos que salían de su garganta eran inquietantes, más bestiales que humanos.
—No podemos hacer nada por esta gente —dijo Tío Honoris, retrocediendo un par de pasos—. Será mejor que nos marchemos.
Me quedé paralizado. No podía apartar la vista de ellos. En sus movimientos desesperados, en sus cuerpos consumidos, había algo que me dolía más que el asco. ¿Qué los separaba realmente de los marginados de Ástbur, de aquellos que solo comían lo que el mundo les dejaba?
Los caníbales seguían acercándose. Tío Honoris alzó una mano con firmeza.
—Deteneos —advirtió—. No quiero haceros daño, pero lo haré si es necesario.
No respondieron. No parecía que pudieran.
Entonces, una voz cortó el silencio como un látigo.
—¡Mátelos y acabe con su sufrimiento de una vez por todas!
Nos giramos de inmediato.
Una joven descendía con agilidad de un camello flaco y jadeante. Piel atezada, ojos enrojecidos, rostro cubierto de polvo y lágrimas. Sin dudar, desenvainó un cuchillo.
—¡Espera! —alcancé a decir, pero ya se movía.
Corrió hacia los tres cuerpos y, con una precisión que helaba la sangre, degolló al primero. Luego al segundo. Luego al tercero.
La sangre se derramó sobre la arena seca. Los cuerpos cayeron con un sonido sordo, como si ya hubieran muerto hace mucho.
—¡¿Qué estás haciendo?! —grité, dando un paso al frente, fuera de mí.
Tío Honoris me agarró del brazo con fuerza, impidiéndome avanzar.
—Mira su rostro —dijo, en voz baja.
La joven se había arrodillado. Abrazaba los cadáveres como quien se aferra a un recuerdo. Las lágrimas seguían cayendo. Bebió de ellas. Besó las frentes de los muertos, una por una.
—Eran mis compañeros —balbuceó entre sollozos—. Hace diez días salieron del refugio en busca de agua y comida... y no regresaron.
—¡¿Si eran tus amigos, entonces por qué los has matado?! —exclamé, aún más desconcertado.
Tío Honoris me golpeó suavemente en la cabeza, una llamada al silencio más que una reprimenda.
—Ellos ya no eran sus compañeros —murmuró, con una tristeza que me dejó sin respuesta.
La muchacha se incorporó lentamente. Se limpió la cara con el dorso de la mano, arrastrando consigo polvo, sangre y lágrimas.
—Ahora están en un lugar mejor —dijo, con voz rota—. Ya no sufrirán más en este averno de arena.
Caminó hacia su camello con pasos vacilantes. Parecía más vieja que unos minutos atrás.
—Oye, chica —la llamó Tío Honoris antes de que montara—. Tú no pareces llevar días sin comer ni beber. ¿Estoy en lo cierto?
Ella se detuvo. Asintió, sin atreverse a mirarnos.
—Aunque deseo quitarme la vida, no puedo hacerlo todavía —confesó—. Mi hermano tiene diez años. Depende de mí. No puedo abandonarlo.
Sus palabras me estremecieron. A veces, el amor no es dulzura. Es resistencia.
—¿Podrías llevarnos a tu refugio? —preguntó Tío Honoris, con suavidad—. No tenemos dónde pasar la noche.
Earan dudó un instante.
—Mi camello está exhausto. No podrá cargar más peso.
—Eso no será un problema.
Tío Honoris esbozó una sonrisa leve y alzó la mano. La liebre creció hasta alcanzar su tamaño colosal, como si respondiera a una orden antigua.
La joven se quedó boquiabierta.
—Está bien —dijo al fin—. Os guiaré. Pero quiero que me expliquéis el extraño suceso que acabo de presenciar.
Hizo una breve pausa antes de añadir:
—Por cierto, me llamo Earan Lágamo.
—Un placer, Earan. Yo soy Naile, y este joven se llama Éliarag —respondió Tío Honoris.
—Puedes llamarme Éliar a secas —intervine.
Entonces emprendimos el camino hacia el refugio. Y sin saberlo, también hacia algo mucho más profundo.